Cuando Dios creó el mundo, debió de tener motivos inescrutables para asignar al perro una vida cinco veces más corta que la de su amo. En la existencia humana se sufre ya bastante cuando se ve obligado a decir adiós a una persona amada y se da cuenta de que se aproxima el momento de la separación, puesta de manifiesto por el simple hecho de que la persona en cuestión nació una veintena de años antes que nosotros. En este punto uno se tendría que preguntar si es acertado entregar una parte del propio corazón a una criatura que caerá en la vejez y en la muerte antes de que un ser humano, nacido el mismo día, apenas si puede decirse que ha abandonado la infancia. Es una advertencia bien triste respecto a la caducidad de la ver como el perro que se ha conocido pocos años antes —que más bien parecen meses— en forma de cachorro gracioso y juguetón, comienza a mostrar los síntomas de la vejez y se sabe que al cabo de dos años, tres como máximo tendrá que morir. Confieso que ver envejecer a un perro al que quiero, siempre ha arrojado una sombra sobre mi ánimo, ha tenido una parte no despreciable en la formación de esas nubes oscuras que enmarcan la visión del futuro que todo hombre se forma.
A esto hay que añadir las duras luchas interiores que todo amo ha de superar cuando, al final, cae presa de una enfermedad senil incurable y surge el problema tristísimo de si ha de hacerle el último favor de procurarle una muerte sin dolor. Doy gracias al destino de que, por más que resulte extraño, hasta el momento me haya ahorrado esta pena. Con una sola excepción, todos mis perros han muerto a edad avanzada, de improviso y sin sufrir. Pero, por otra parte esto es algo con lo que no se puede contar; por ello no puedo reprochar a aquellas personas sensibles que no quieren saber nada de perros por el dolor que le producirá su irremisible muerte.
Pero, pensándolo bien tengo que enfadarme con ellas. En la vida humana, un destino fatal nos enseña que hay que pagar cada alegría con un tributo de dolor y el individuo que se prohíbe a si mismo las pocas alegrías lícitas y éticamente correctas de la existencia por temor a saldar la cuenta que el destino les presentará tarde o temprano, no puedo considerarlo sino un ser pobre y mezquino. Aquel que quiere ser avaro con la moneda del dolor que se retire a una buhardilla, como un viejo solterón, y se vaya secando poco a poco como estéril planta que nunca dio fruto.
Ciertamente la muerte de un perro fiel que nos ha acompañado durante quince años de nuestra vida, es origen de un gran dolor, tan grande, casi, como la pérdida de una persona amada. Pero en un punto muy importante resulta más fácil de soportar que esta: el lugar que la persona amada ha ocupado en nuestra vida permanece vacío para siempre, mientras que el del perro puede ser ocupado de nuevo. Es cierto que los perros poseen una individualidad, una personalidad en el verdadero sentido de la palabra y yo soy el último que lo negaría; pero se asemejan entre sí más que los seres humanos. La diferencia individual entre seres vivos está en exacta razón directa con el nivel de su desarrollo intelectual: dos peces de la misma especie son prácticamente idénticos entre sí en todas las manifestaciones de acción y reacción; un buen conocedor de las grajillas y los hámsters podrá descubrir entre dos ejemplares notables diferencias individuales; dos cuervos imperiales o dos gansos grises pueden tener, en ocasiones, una personalidad marcadamente distinta; esto ocurre en medida mucho mayor en el caso del perro que, como animal domesticado, muestra incluso en el comportamiento una gama extraordinariamente más amplia de variaciones individuales que los demás animales no domesticados.
Sin embargo, por otra parte, en los estratos profundos, instintivos, de su psique, en aquellos factores que determinan la relación con el amo, los perros son muy parecidos entre sí; si a la muerte de un perro enseguida se adquiere un cachorro de la misma raza, en la mayoría de los casos se irá apoderando poco a poco en nuestro corazón y en nuestra vida, del sitio que la desaparición del viejo amigo había dejado desgraciadamente vacío.
Puede ocurrir incluso que este consuelo surta un efecto tan rápido y completo que nos haga sentir un poco de vergüenza por nuestra infidelidad al amigo desaparecido. Aquí, una vez más el perro es más fiel que el hombre. Si hubiera muerto su amo, con toda seguridad que al menos durante seis meses el animal no habría encontrado un sustituto que le consolara. Tal vez estas consideraciones pueden aparecer sentimentales y ridículas a quienes no quieren reconocer obligaciones para con un animal. Por lo que a mí se refiere, estas obligaciones han determinado unas reacciones muy particulares en mi comportamiento.
Cuando un día mi viejo Bully quedó tendido, como fulminado, lamenté profundamente no tener ningún descendiente suyo que pudiera ocupar el sitio. Yo tenía entonces diecisiete años, y la muerte de Bully había sido la primera pérdida de un perro que sufría. No encuentro palabras para describir la pena que me produjo la desaparición de este perro. Había sido mi compañero inseparable y el ritmo renqueante de su trote —Bully cojeaba a causa de la ruptura mal curada de un hombro— había llegado a identificarse con el ruido de mis pasos de tal forma, que ya no oía su ruidoso trotar ni el jadeo que lo acompañaba. Cuando le perdí, no dejaba de echarle de menos. En los primeros días después de la muerte de Bully comprendí de acuerdo con qué mecanismo psicológico se pudo y se debió formar en las almas sencillas la creencia en los espíritus de los difuntos. Haber oído durante años enteros el paso del perro que me seguía pegado a los talones, había dejado en mi cerebro una impresión tan indeleble-fenómeno, éste, que la psicología llama reproducción eidética-que incluso al cabo de algunas semanas de su muerte le oía realmente, con toda claridad, trotar detrás de mí. Si me ponía escuchar intencionadamente su trato y su jadeo, éstos desaparecían al momento, pero tan pronto como me ponía a pensar en alguna otra cosa, me parecía volver a escucharlos. Solo cuando Tito, que por entonces era una perrita joven, graciosa y atrevida, empezó a seguirme, se esfumó para siempre el espíritu de Bully, del renqueante fantasma canino.
Por razones de orden natural, el hombre no puede ser fiel a un solo perro, pero si puede serlo a su descendencia. En la esencia misma de la naturaleza radica la razón de por qué esta fidelidad es más importante que aquella otra a un solo individuo. Cuando mi pequeña Susi, cuyos antepasados conozco hasta la octava generación (en nuestras crías se practicaba y tenía por lícita una buena dosis de endogamia), ante una visita inoportuna, a la que yo hipócritamente doy la bienvenida, no se deja engañar a mis palabras, sino que se pone a gruñir y ladrar (después llega incluso a morderlo), esta facilidad suya para adivinar mi estado de ánimo real no es tan solo un rasgo característico de Tito, que la pequeña ha heredado, sino que es la misma Tito. Cuando Susi va a cazar ratones en el hermoso prado seco, con aquellos grandes saltos en arco, típicos de numerosos animales de cazadores de estos roedores, y con su desorbitada pasión por esta actividad que distinguía a su precursora, la chow-chow Pygi, en aquel momento es la misma Pygi. Y cuando, durante el adiestramiento, pone en práctica los mismos pretextos y trucos que Stasi, once años antes, o incluso cuando, como ésta, se baña con increíble regocijo en cada charca que encuentra a su paso y luego llega a casa toda mojada y con aire de total inocencia, es la propia Stasi.
Y cuando me sigue pegada a los talones por silenciosos senderos a través de los prados, por carreteras polvorientas o por las calles de la ciudad, con todos los sentidos atentos para no perderme, ella es todos los perros que han caminado pegados a los talones de su amo, desde el día en que el primer chacal dorado comenzó a hacerlo: ¡una suma incalculable de amor y fidelidad!