Este verano volví a ver 'Dersu Urzala' ('El cazador'). Esta joya del cine narra las expediciones de un explorador del Gobierno ruso y un cazador a través de la taiga siberiana. La película del director japonés Akira Kurosawa es extraordinaria en muchos sentidos, pero sobre todo en la manera de mostrar la cruda belleza de la naturaleza salvaje. Lo que Jack London conseguía en sus libros con palabras, Kurosawa lo logra con sus imágenes. Estos últimos días, mientras veía caer la nieve en un rincón de los Pirineos, me han venido a la cabeza varios momentos de la película. Cuando el viejo cazador y su amigo viajan por la taiga siberiana, los paisajes cobran vida. Los sonidos, los animales, el viento, el sol, la nieve… todos se convierten en protagonistas principales. El tiempo se detiene en cualquier detalle. Caminar por el bosque o por la montaña siempre me ha traído sensaciones similares a la película. Más todavía sabiendo que estas tierras las habitan osos y lobos (solo faltan los tigres siberianos). La llamada de lo salvaje se refugia en estos santuarios. Este invierno estoy siguiendo las huellas de los lobos errantes que se mueven por el Pirineo. Mientras miro al suelo y al horizonte, escucho también al resto de habitantes de la montaña integrándome en el paisaje como uno más de ellos. Se trata de ver sin ser visto.
Echo la memoria atrás, a un invierno de hace unos años mientras seguía otras huellas. En esa ocasión, seguía el rastro del lobo en la cordillera Cantábrica. Por algún lance de caza o quizás por la gran cantidad de hielo cortante que cubría el territorio, la planta del pie del lobo tenía una pequeña herida. Su huella manchada de sangre daba señal de la crudeza de la vida salvaje en el duro invierno. Seguro que el amigo Dersu Urzala hubiera podido leer con precisión esas pisadas e interpretarlas para dar crónica de los últimos días de aquel lobo herido.
Año de nieves, año de bienes. Para los lobos suele ser cierto en muchas ocasiones. Durante ese mismo invierno, en un pequeño valle cantábrico descubrí los restos de ocho corzos devorados por el cánido. Los ungulados habían sido aprovechados por completo, solo quedaban los huesos. Sin lugar a dudas habían servido de alimento a otros carnívoros y aves rapaces. Probablemente los lobos habían dado caza a aquellos corzos al quedar hundidos en la nieve. En otras ocasiones las presas del lobo perecen por la falta de alimento y las bajas temperaturas. En ese caso los cuervos no tardan en descubrirlos y conducen a los lobos a las carroñas. Este invierno los lobos no tendrán que realizar largas batidas por su territorio en busca de alimento. Todo lo contrario: la dureza de las condiciones meteorológicas les brindará la posibilidad de abastecerse de animales debilitados o muertos en esa gigantesca trampa blanca que es la montaña nevada.
Nieva y sopla el viento. Los copos de nieve se clavan en mi cara como agujas. El frío se cuela por los pliegues de la ropa. Es una ventisca fuerte que dura hasta última hora de la tarde. La memoria me conduce hasta una escena imborrable de la película. Veo a Dersu y su amigo el capitán sobreviviendo a la ventisca en un refugio improvisado con la escasa vegetación de los alrededores. El relato alcanza su máxima intensidad. Aunque solo fuera por esos escasos minutos merecería la pena visionar la gran obra maestra de Kurosawa. La nieve en la montaña es sinónimo de belleza, pero también de peligro. Especialmente en las cumbres donde, al igual que en la taiga o la tundra, las duras condiciones a las que deben enfrentarse los seres vivos acaban conduciéndolos a la muerte. Principio y fin. Como el propio invierno, que muere cada año para dar inicio a una nueva primavera. Como el corzo que no ha logrado superar el frío intenso y sirve de alimento a las lobas, que unos meses después darán a luz a sus lobatos. Es el ciclo de la vida. Cuando el viento deja de soplar aparece la niebla. Las nubes juegan con el paisaje y añaden un halo de misterio a la montaña.