“San Roque, San Roque, que este perro no me toque” ... fue 
la invocación mágica que me acompañó durante la infancia y la 
adolescencia para exorcizar los peligros en los encuentros con los 
perros. Sucedía que los miedos, profundos y ajenos, se filtraron por las
 palabras de los adultos y penetraron la piel de mi ánimo hasta casi 
destruir mi esperanza. Esa esperanza que asomaba cada vez que en mi 
camino encontraba un perro y él, con esa mirada tan particular sólo de 
su especie, me invitaba a compartir.

 
Así fue como a los seis 
años tuve mi primer encontronazo con la especie canina representada por 
una miniatura blanca y con rulos. Envuelta en los miedos ajenos, yo 
repetía en voz muy baja “San Roque, San Roque ...” mientras apuraba el 
paso y regaba de adrenalina el aire. Fue entonces cuando la miniatura 
canina me alcanzó, saltó y me mordió en una pierna. La magia de la 
invocación había perdido su poder. Apenas fue un intento de tarascón 
pero funcionó como una prueba irrefutable de las oscuras intenciones 
que, según mis mayores, anidaban en los perros. El mordisco me dolió 
pero más me dolió creer que ellos tenían razón. ¿Los sentimientos que 
despertaban en mí las miradas caninas eran tan sólo una fantasía? ...

  
La
 ausencia de información sumada a una cultura inhóspita para los perros y
 a los miedos ajenos, me llevaron a seguir repitiendo “San Roque, San 
Roque, que este perro no me toque” hasta mi juventud. En esa etapa de mi
 vida pasé por el filtro de la verdad todo lo aprendido hasta entonces y
 descubrí lo equivocado de muchas afirmaciones hechas sobre la vida. 
Desculturizarme en ese sentido no fue fácil y en ese contexto es que , 
por primera vez en mi vida “San Roque, San Roque...” tomó su verdadera 
dimensión: conocí la historia del joven francés rico que dejó todo para 
ayudar a los apestados, que casi muere de hambre y a quien un perro le 
salvó la vida llevándole todos los días un pedazo de pan y lamiéndoles 
heridas hasta curarlo. A partir de conocer la historia, decidí que debía
 transformar de negativa en positiva a la invocación popular y 
despojarla de supersticiones ya que había sido un perro el salvador de 
la vida de quien después sería transformado en San Roque.

 

 
A
 partir de entonces, cada vez que un perro cruza su camino con el mío, 
repito con voz cálida y tono amoroso “San Roque, San Roque, que este 
perro me toque”, como saldando una vieja deuda heredada. Y la historia 
de San Roque avaló mi intuición infantil y adolescente respecto de las 
intenciones caninas y de esas miradas tan especiales que dejaban su 
huella en mi ánimo prisionero de miedos ajenos.“¡San Roque, San Roque, que los perros nos toquen!”.
 
Graciela Isabel Torrent Bione.