El perro estaba suelto en la autovía, solo, desconcertado, esquivando como podía los coches que pasaban a toda velocidad. Cuando reaccioné, era tarde. Mientras consideraba el modo de detenerme y sacarlo de allí, lo había dejado atrás. Estacionar el coche con ese tráfico era imposible, así que no tuve más remedio que seguir adelante, mirando por el retrovisor, apenado. Algo más lejos se lo conté a una pareja de motoristas la Guardia Civil: kilómetro tal, perro cual. El cabo movió la cabeza. Nada que hacer, señor. Ocurre mucho. Además, aunque vayamos a buscarlo, no se dejará coger. Nos pondrá en peligro a nosotros y a otros automóviles. Y usted habría hecho mal en detenerse. Además, a estas horas se habrá ido, o lo habrán atropellado. Mala suerte.
Sin duda el guardia tenía toda la razón del mundo, pero yo seguí camino con un extraño malestar, las manos en el volante y la imagen del perro entre los automóviles grabada en la cabeza. Su desconcierto y su miedo. Sintiendo, además, una intensa cólera. Supongo que mientras los automovilistas esquivábamos a ese pobre animal de ojos aterrados que no sabía cómo franquear las vallas y quitamiedos de la carretera, algún miserable regresaba a su casa o seguía camino de su lugar de vacaciones, satisfecho porque al fin se había quitado de encima al maldito chucho. No es lo mismo un cachorrillo en Navidad, en plan papi, papi, queremos un perrito –cuántos perros condenados a la desgracia por esas palabras–, que uno más en la familia al cabo del tiempo: veterinario, vacunas, dos paseos diarios, vacaciones, etcétera. Entonces la solución es quitárselo de encima. Posiblemente así lo decidió el dueño del perro que estaba en la autovía: una parada en el arcén y ahí te pudras.
También es lo que hizo, tiempo atrás, un canalla en una gasolinera de la nacional IV: el dueño de una perra color canela a la que no olvidaré en mi vida. Llevo doce años escribiendo esta página, y no recuerdo si alguna vez hablé aquí de ella. Ocurrió hace tiempo, pero lo tengo fresco como si hubiera ocurrido ayer. Y aún me quema la sangre, porque es de esos asuntos a los que me gustaría poner un nombre y un apellido para ir y romperle a alguien la cara, aunque eso no suene cívico. Me da igual. Con chuchos de por medio, lo cívico me importa una puñetera mierda. Ningún ser humano vale lo que valen los sentimientos de un buen perro.
Les cuento. Mientras repostaba en una gasolinera de la carretera de Andalucía, una perra color canela se acercó a olisquear mi coche, y después volvió a tumbarse a la sombra. Le pregunté al encargado por ella, y me contó la historia. Casi un año antes, un coche con una familia, matrimonio con niños, se había detenido a echar gasolina. Bajó la perra y se puso a corretear por el campo. De pronto la familia subió al coche y éste aceleró por la carretera, dejando a la perra allí. El encargado la vio salir disparada detrás, dando ladridos pegada al parachoques, y alejarse carretera adelante sin que el conductor se detuviera a recogerla. Al cabo de una hora la vio regresar, exhausta, la lengua fuera y las orejas gachas, gimoteando, y quedarse dando vueltas alrededor de los surtidores de gasolina. De vez en cuando se paraba y aullaba, muy triste. Al encargado le dio tanta pena que le puso agua, y al rato le dio algo de comer. Cada vez que un coche se detenía en la gasolinera, la perra levantaba las orejas y se acercaba a ver si eran sus amos que volvían. Pero no volvieron nunca.
La perra se quedó aquí, contaba el encargado. Mis compañeros y yo le fuimos dando agua y comida. El dueño nos dejó tenerla, porque vigila por las noches. Además, hace compañía. Es obediente y cariñosa. Al principio la llamábamos Canela, pero a una compañera se le ocurrió que era como la mujer de la canción de Serrat, y la llamamos Penélope. El caso es que ahí sigue. ¿Y sabe usted lo más extraño? Cada vez que llega un coche, la perra se levanta; y en cuanto se para, se asoma dentro a olisquear. Los perros son listos. Tienen buena memoria y más lealtad que las personas. Fíjese que nosotros la tratamos bien, no le falta de nada y hasta collar antiparásitos lleva. Pero ella sigue pendiente de la carretera. Los perros piensan, oiga. Casi como las personas. Y ésta piensa que sus amos vendrán a buscarla. Cada vez que llega un coche, se acerca a ver si son ellos. Sigue creyendo que volverán. Por eso lleva tanto tiempo sin moverse de aquí. Esperándolos.
Escrito por Arturo Pérez-Reverte en El País