Se cuenta que hace mucho tiempo la Península Ibérica era un territorio poblado de manadas de lobos (especie protegida en la actualidad). Por aquél tiempo, un peregrino procedente de Lapurdi, en el País Vasco, realizaba su peregrinaje muy cerca de Roncesvalles, tierra considerada entonces de gran peligro por la presencia de bandidos. Con la idea de protegerse de cualquier posible ataque, el joven decidió buscar refugio en un albergue cercano. Allí conoció a otro muchacho que, al igual que él, buscaba alojamiento. Y, haciendo gala de su espíritu solidario, el primero le ofreció compartir la habitación y continuar el recorrido juntos.
A la mañana siguiente, apenas comenzaron a internarse en la ruta, el supuesto nuevo amigo aprovechó la oportunidad para atacar al joven quien, herido de gravedad, cayó por una ladera y quedó abandonado a su suerte. Desangrándose, pensó que había llegado su final cuando, de repente, divisó una manada de lobos enfurecidos a pocos metros de él. Dada su debilidad y la falta de un arma para defenderse, lo único que logró fue encontrar fuerzas para encomendarse al apóstol y solicitar su protección. En ese instante, uno de los lobos de la manada, de ojos brillantes e intensa mirada, ahuyentó al resto para que el peregrino pudiera llegar en paz a las puertas de la muerte.
Mientras tanto, el desalmado malhechor continuaba su camino por las rutas jacobeas en busca de más víctimas. Pero una noche, mientras dormía, aquél lobo de ojos centelleantes que lideraba la manada, se le apareció de sorpresa y se le lanzó al cuello degollandolo con sus grandes colmillos en venganza por el desafortunado peregrino que había fallecido en la ladera.
¿Has escuchado sus aullidos?