Día primero de marzo, informativo del mediodía; varios perros aparecen ahorcados en árboles mientras otros, ya cadáveres, yacen en el suelo. A veces, se nos informa, son apaleados hasta la muerte, quemados vivos o arrastrados por caminos y carreteras hasta quedar despellejados. Pero lo más común, lo tradicional, es ahorcarlos después de la temporada de caza, sea porque esos lebreles que han acompañado al cazador ahora son inútiles, sea por continuar una tradición transmitida a lo largo de generaciones. Las imágenes son espeluznantes por lo que expresan, pero fundamentalmente por lo que ocultan. Hay que observarlas lentamente: cada sacrificado remite a las víctimas del sacrificio, incluso a aquélla que hemos tomado como referente medular de nuestra civilización. La pintura moderna (Francis Bacon, por ejemplo) ha mostrado la estricta continuidad de la violencia que aproxima al mesías y al buey crucificado. Aunque tenga el monopolio de la crueldad, el hombre no tiene el monopolio del dolor. Sin embargo, lo sigue creyendo.
Mientras contemplamos los lebreles ahorcados escuchamos la lógica del verdugo: "Hago lo que quiero con él porque es mío". Vale la pena detenerse en esta afirmación en la que, de acuerdo con uno de los razonamientos más frecuentes del ser humano, se yuxtapone posesión y destrucción. Durante largo tiempo fue una equivalencia inexorable entre los propios hombres, si bien en la actualidad pretendemos haberla superado. Al menos en nuestras apariencias morales y legales ya no podemos poseer seres humanos a los que, debido a esa posesión, podamos destruir. Esta es nuestra actual ley. Pero la generosidad de nuestra ley termina donde empieza nuestro abrumador egocentrismo, presentado culturalmente como antropocentrismo en la medida que somos el centro del mundo (los "reyes de la creación") estamos en condiciones de dominar, y aun tiranizar, al resto de las existencias. Ya que técnicamente -civilizatoriamente- podemos poseer, también podemos destruir las vidas no humanas. Únicamente nosotros somos sujeto puesto que lo demás es objetual. Únicamente nosotros tenemos el monopolio del dolor: los animales, las plantas, los mundos, no sufren.
Naturalmente, no es de esperar que ese cazador que ahorca a sus perro tras aniquilar lo que ni siquiera podía considerar suyo tenga pensamientos lúcidos respecto a su propio comportamiento. Es fácil imaginar al campesino o al buen burgués o al ansioso ejecutivo torturando a los lebreles con la misma inercia grotesca con que las multitudes aplauden los otros espectáculos de posesión y destrucción: desde las burdas brutalidades de ciertas celebraciones pueblerinas hasta el siniestro refinamiento colectivo de las fiestas contra los toros. Consciente o inconscientemente, en todos los casos late la certidumbre de que sólo el hombre es propietario del goce y del dolor y, por tanto, de las existencias (esclavas) que le rodean. El hombre como ahorcador de perros -sin duda, nos guste o no, una de las facetas del ser humano- es una condición limítrofe. Quien la detenta no sólo es un destructor de vida, sino un campeón de la deslealtad que paga con la crueldad y la muerte a un animal que le ha servido lealmente. Es, en consecuencia, un buen candidato para participar en cualquier servicio totalitario de exterminación, pues también está preparado para ejecutar a hombres. Pero también individuos menos turbios participan en la jauría humana. Lo que tienen en común el cazador gratuito de animales en campo abierto y el espectador de muertes en ruedo cerrado es, en el mejor de los casos, su convicción acerca de la insensibilidad de las víctimas y, en el peor, el disfrute por el tormento ajeno. Tanto en este último aspecto, que concierne a ámbitos íntimos más o menos inconfesables, cuanto en el anterior, fruto de tradiciones y educaciones colectivas, el fundamento profundo de estas conductas reside en una autoatribuida impunidad de lo humano respecto a lo no-humano.
De ahí que sea imprescindible enfrentarnos a nuestras propias nociones egocéntricas desechando la idea de que el hombre detenta el monopolio del dolor. El ensanchamiento del escenario potencial de la compasión sería, entonces, una de las condiciones para una nueva pasión del hombre en el seno del mundo. Aunque también, desde luego, de una nueva justicia que pusiera a los ahorcadores de perros en su sórdido lugar.
Escrito por Rafael
Argullol en El País