Era el mayor de tres chihuahuas que se convirtieron en una diminuta familia, un clan en el que no faltaban sus peleas territoriales, sus guerras y sus paces. Aunque su crianza fue difícil, Hugo era feliz como un humano más. Porque a pesar de su peso, de la dimensión de sus patitas y de sus escasos veinte o treinta centímetros de altura, Hugo se creía una persona a la que tan solo le faltaba hablar.
Tenerle fue todo un reto para mi alergia, y su desbordante energía un desafío para alguien cuya oficina está en casa la mayor parte de la semana. Y aunque sus medidas eran limitadas, su do de pecho era capaz de desbancar al de cualquier tenor.
A lo largo de los últimos tres años, desde su segunda operación de espalda, sus ladridos fueron una constante. No he dormido más de cuatro horas seguidas durante todo este tiempo y a Hugo le debo las ojeras, la cara somnolienta y la inquebrantable sensación de estar a punto de sucumbir ante el sueño.
Pero ahora que no está, y que noto tanto su ausencia, se ha hecho tangible la enorme sensación de vacío que su pérdida ha dejado. El silencio se asemeja a la antesala de un ladrido, y el parquet parece exangüe sin el roce de sus pezuñas. Incluso su ratón de juguete, compañero de cuitas y de quien a veces fue cazador y otras padre, reposa preguntándose dónde está aquel amigo robusto con quien solía jugar.
Y así es que, de repente, todas aquellas películas dramáticas cobran sentido, y entiendo la desolación de Hachikō cuando Richard Gere desaparece, y me conmueve la lastimosa pérdida de Marley & Me. No quiero sucumbir, pero sucumbo, ante el recuerdo de tantas y tantas cintas que se han abierto un hueco en nuestra imaginería audiovisual a base de mostrar la aridez que provoca la muerte de un perro.
Todas esas películas, que se me antojan innecesariamente melodramáticas, sin pretenderlo sí que definen el estado de ánimo de quien ha perdido un amigo perruno y ha sabido lo que significa vivir con él. No es un ser humano, ni falta que le hace, pero sí un compañero que nos vincula con la naturaleza, y que nos devuelve el instinto primario de abrazar, de correr y hasta de jugar.
Por eso intento, aunque no siempre gano, no pensar en esos títulos de películas trágicas, en las que efectivamente se pone en valor la lealtad, la compañía y el amor incondicional de los perros, pero centrándose hasta la extenuación en el sufrimiento. Prefiero quedarme con el retrato alegre y brioso de quienes han nacido para amar y ser amados, aunque por el camino se sacrifiquen varias zapatillas, unos cuantos cojines y media docena de ratones de peluche.
Porque tener un perro se asemeja más a Socios y sabuesos (1989) que a Lassie; son seductores, zalameros y felizmente inoportunos; tienen ojo clínico -y hasta titulación- para detectar el talón de Aquiles de quienes les rodean y poseen una férrea voluntad para negarse a realizar, casi siempre con razón, cualquier tarea que los humanos les encomendamos. Los perros no son una categoría vacía, son un conjunto de individuos, y cada uno tiene sus gustos concretos, sus horas favoritas, sus filias y fobias e incluso sus manías.
Aunque rogaría porque Wes Anderson tuviera razón, y todos los perros se encontrasen en Megasaki City y allí pudiéramos ir a buscarlos, en estos escasos dos días no me ha quedado más remedio que resignarme a la idea de que ya no volverá.
No obstante, en mi recuerdo permanecerá aquella cara sonriente suya, siempre a la espera de una recompensa, perseverando por algo de comer, mirándome mientras conducía o ladrándole a cualquier otro perro que se cruzase por su camino. Porque aquel cuerpo diminuto, solo cuando iba cogido en brazos, competía con dogos y con mastines por dirimir quién era más valiente que él.
Hugo no era un perro perfecto, pero era mi perro; y, aunque jamás fuera mío, fue mucho más que solo un perro.