Un refugio repleto de animales suele estar lejos de casi todo, al fondo a la derecha del polígono o en el segundo cruce del camino de tierra tras la gasolinera abandonada. Eso sí, una vez has pisado uno, el recuerdo perdura. Olviden esas protectoras de las series y películas de Hollywood, de impoluto acero inoxidable y en las que solo les falta poner una alfombra roja a todo posible adoptante. Un refugio es ladridos, tierra pisada, rejas y miradas. Sobre todo, miradas. A poco que seas empático, aquellos animales refugiados a la espera de dueño y esperanza permanecerán para siempre en tu memoria. Con un poco de suerte, también cambiará tu sensibilidad lo suficiente para, como mínimo, no ser parte del gigantesco problema del abandono y el maltrato animal en España, un drama cuyas aristas solo se comprenden del todo desde dentro de un refugio.
Visitar un refugio de animales debería ser visita obligada para todos nosotros; nadie debería librarse de recorrer una vez en la vida los cheniles y patios de esos perros descartados por una sociedad que los modeló como arcilla para luego negarse a responsabilizarse de ellos. También debería ser excursión obligatoria de los colegios, si no fuera porque no son sitios idóneos para tener correteando escolares – sí, hay protectoras que acuden a dar charlas a los centros educativos; bien está, pero no es lo mismo. Aprenderemos algo que jamás deberíamos haber olvidado: que todo ser vivo es único e irrepetible, que toda vida es preciosa y merece ser salvada.
Asómense a la realidad de una protectora de animales, embajadora de miles más que, por toda España, se esfuerzan más allá de sus recursos y posibilidades. Ladridos, tierra pisada, rejas y miradas de papel y tinta que divierten, emocionan y transforman. Ojalá lo suficiente para contribuir a que construyamos un mundo mejor para todos y entre todos.