Las notas que permiten el allegro vivace de junio son que los cereales hayan culminado su granear. Que las hojas de los árboles escondan millones de nidos. Que miles de generaciones nuevas de anfibios y peces se apoderen de las aguas. Y que los cachorros y recentales de casi todos los mamíferos estén creciendo.
Lo natural no renuncia a dejar estelas de su renovación en todas partes. Una de las más frecuentes, conspicuas y urbanas son las hordas de negros vencejos que chirrían sobre nuestras cabezas por todas partes. No hay azul sobre las ciudades y los pueblos que en estos días no sea patrullado por bandadas de estas aves. Fáciles de reconocer, no sólo por sus gritos, sino también por la silueta con alas muy largas y curvadas hacia atrás, como guadañas. Su notable envergadura, unos 40 centímetros, y su tamaño corporal de casi 20 centímetros, llenan los ojos de cualquiera que desee levantar la cabeza. La población española de vencejos supera los cuatro millones de individuos, que se concentran especialmente sobre los cascos antiguos, grandes monumentos y edificios históricos, dado que precisan agujeros inaccesibles para instalar su nido. Su chillido hiere al tímpano por lo agudo, pero esas aves nos están haciendo un favor al segar miles de millones de insectos. Baste recordar que resulta normal que cada ceba entregada a un pollo llegue a estar formada por varios centenares de pequeños insectos.
Los vencejos son portentosos viajeros que pueden recorrer varios millones de kilómetros a lo largo de su vida. Las poblaciones del este de Siberia pasan los meses fríos en el corazón de África, lo que supone un viaje de, como mínimo, 30.000 kilómetros anuales. No resulta nada excepcional para un vencejo recorrer entre 1.000 y 1.500 kilómetros diarios en pos de su alimento. Y quizá lo más llamativo sea que no se posan para descansar, ni siquiera de noche, cuando dormitan en el aire tras elevarse a miles de metros de altura. Es más, a excepción de las temporadas en que cuidan de su nido en época de cría, comen, beben y copulan sin dejar de volar. Sus patas semiatrofiadas les impiden despegar si caen a una superficie llana, y por eso sus nidos se encuentran en lugares que les posibilitan el dejarse caer.