Charles M. Schulz, por otro lado, pasó décadas tejiendo historias en torno a los personajes centrales de su legendaria tira cómica, Peanuts, que de alguna manera logró sentirse enfáticamente clasificada para todos los públicos y, ya fuera el lector un niño o un adulto, profundamente, reconociblemente cierto. Trabajando en un medio -la tira cómica periodística- que, por su propia naturaleza, se encuentra entre los esfuerzos creativos más transitorios jamás ideados por los seres humanos, Schulz concibió un mundo maravillosamente nada dramático de jóvenes imperfectos, generalmente de buen corazón, que se las arreglaban lo mejor que podían, y luego pasó el siguiente medio siglo explorando ese mundo y a sus habitantes con tanta compasión como, digamos, Faulkner exploró el condado de Yoknapatawpha.
Charlie Brown; Snoopy (y sus hermanos); Peppermint Patty; Lucía; Lino; el conmovedor Schroeder; la querida y nunca vista “Niña Pelirroja”; el siempre popular Pig-Pen: para generaciones de lectores (y, más tarde, para los espectadores de los clásicos especiales de televisión de Halloween y Navidad), estos y otros personajes eran, y siguen siendo, tan amigables como viejos amigos.
Ha habido cómics más llamativos, y ha habido ilustradores más impresionantes, personajes de historietas psicológicamente más complejos y narradores más dramáticos en el género que Charles M. Schulz. Pero nunca hubo una tira cómica más influyente que Peanuts, y nunca hubo una más consistente y maravillosamente atractiva durante tantas décadas.
No es fácil mantener entretenidos a niños y adultos día tras día, semana tras semana, durante años. Pero eso es exactamente lo que Charles M. Schulz hizo con Charlie Brown y la pandilla. A fin de cuentas, no es un legado nada despreciable para un niño tímido de Minnesota a quien, desde muy pequeño, le encantaba dibujar.