Curiosamente, también son 21, en esta caso días, los que hacen falta para que una conducta repetitiva se convierta en hábito. En 1890, el investigador William James llegó a esa conclusión.
Seguimos con el 21. Se ha comprobado que el tiempo máximo de atención que posee la mente humana es de 21 minutos. En cualquier conferencia, charla o clase, a partir de esa extensión siempre hay alguien que mira el reloj, bosteza o hace algún comentario a quien está a su lado.
Está claro que el ser humano guarda una estrecha relación con el número 21. Sin embargo, para mí 21 era el nombre del perro de un vecino. Pese a que su dueño siempre se mantenía distante, 21, por el contrario, en cuanto me veía se lanzaba a mi encuentro. Sumiso y cariñoso, sin más límite que la paciencia de aquel con el que se encontraba, se derretía en alegrías con todo el que saludaba.
Así fue día tras días hasta que, de pronto, dejé de verlo. Intenté entonces coincidir con su dueño para ver qué le había pasado y, cuando por fin lo logré, le pregunté por 21.
-Lo regalé- me dijo –No podía tenerlo y una amiga que vive en el campo se lo quedó-
Me dio pena, pero pensé que, quizás, fuera lo mejor. Su dueño siempre estaba riñéndole y malhumorado con él.
El caso es que, desde entonces, pasó algún tiempo hasta que, por fin, hace unos días volví a ver a 21. No fue en la calle ni al salir de excursión por el campo. Fue en la jaula de un albergue de animales. Llegué en el momento justo en el que una familia lo adoptaba. Finalmente, tuvo suerte.
Tras saludarles, pregunté al personal del centro por su historia y me dijeron que lo había dejado allí su dueño porque no poder atenderlo. Sí, mi vecino me había mentido. Pensé, entonces, que puede que las personas necesiten un determinado número de minutos y días para aprender algunas cosas, pero no para sentir. Sentir, en realidad, sólo puede hacerlo aquel que, pese lo que le pese, tenga alma.