Sólo un puñado de especies animales han podido ser domesticadas con éxito. La razón, dicen los científicos, está en los genes.
«¡Hola! ¿Qué tal estás?», dice Lyudmila Trut, mientras alarga la mano para abrir el cerrojo de una jaula metálica etiquetada con el nombre de Mavrik. Estamos en una granja de las afueras de Novosibirsk, en el sur de Siberia, entre dos largas hileras de cajas iguales, y la bióloga de 76 años no me saluda a mí, sino al peludo ocupante de la jaula. Aunque no hablo ruso, reconozco en su tono de voz el mismo cariño maternal que los dueños de perros adoptan cuando se dirigen a sus mascotas.
Mavrik, el objeto de interés de Trut, es más o menos del tamaño de un perro pastor de las islas Shetland, con el pelo castaño anaranjado y el pecho blanco. Actúa como corresponde a su condición: mueve la cola, se tumba en el suelo panza arriba y jadea ansiosamente, deseoso de que le presten atención. En las jaulas adyacentes, decenas de cánidos hacen lo mismo: chillan y gimen, en una explosión de entusiasmo irreprimible. «Como puede ver –dice Trut por encima del alboroto–, todos aprecian el contacto humano.» Hoy, sin embargo, Mavrik es el feliz agraciado. Trut tiende los brazos, lo levanta de la jaula y me lo da. Acurrucado entre mis brazos, mordisqueándome suavemente la mano, es tan dócil como cualquier perro faldero.
Lo curioso es que Mavrik es un zorro. En esta vasta finca rodeada de bosques de abedules, él y varios cientos de parientes suyos componen la única población del mundo de zorros plateados domésticos. (La mayoría son realmente plateados o de color gris oscuro, pero Mavrik es un raro caso de pelaje castaño.) Y cuando digo que son «domésticos» no me refiero a que hayan sido capturados y domesticados, ni criados por humanos y condicionados mediante comida para tolerar caricias ocasionales. Quiero decir que son el resultado de un programa de cría que los ha seleccionado por su mansedumbre y los ha vuelto tan dóciles como el siamés o el labrador que tenemos en casa. De hecho, Anna Kukekova, investigadora de la Universidad Cornell, en Ithaca, afirma: «Me recuerdan a los golden retrievers». Estos zorros tratan a cualquier humano como un potencial compañero, un comportamiento que es producto de uno de los experimentos de cría más extraordinarios realizados hasta ahora.
Todo empezó hace más de medio siglo, cuando Trut todavía era una estudiante de posgrado. Bajo la dirección de un biólogo llamado Dmitri Belyaev, los investigadores del Instituto de Citología y Genética reunieron 130 zorros de varias granjas peleteras e iniciaron un programa de cría con el propósito de recrear la evolución que convirtió a los lobos en perros, una transformación que comenzó hace más de 15.000 años.
Con cada nueva generación de zorros, Belyaev y sus colegas observaban sus reacciones al contacto humano y seleccionaban a los más mansos para producir la siguiente camada. A mediados de la década de 1960 el experimento ya funcionaba mucho mejor de lo que habían previsto. Empezaron a nacer zorros como Mavrik, que no temían a los seres humanos y además buscaban por todos los medios establecer un vínculo con ellos. El equipo repitió el experimento con visones y ratas. «Uno de los descubrimientos más importantes de Belyaev fue la rapidez del proceso –dice Gordon Lark, biólogo de la Universidad de Utah, que estudia la genética de los perros–. Si me dijeras que venían a olfatearte al acercarte a la jaula, diría que era previsible. ¡Pero que se volvieran tan amistosos con los humanos en tan poco tiempo…! ¡Asombroso!»
Milagrosamente, Belyaev había comprimido milenios y milenios de domesticación en unos pocos años. Pero no se proponía únicamente demostrar que era posible producir zorros amistosos; tenía la intuición de que podría utilizarlos para descubrir los misterios moleculares de la domesticación. Se sabe que los animales domésticos comparten una serie de características comunes, un hecho documentado por Darwin en La variación de los animales y las plantas bajo domesticación. Suelen ser más pequeños que sus progenitores salvajes, con las orejas más caídas y la cola más erguida y curvada. Tales rasgos, más propios de cachorros, les dan una apariencia más agradable a los ojos humanos. A veces presentan un pelaje moteado o manchado, mientras que sus antepasados salvajes tenían el manto monocolor. Estos y otros rasgos, en ocasiones denominados «fenotipo doméstico», se observan en grados diversos en un abanico notablemente amplio de especies, desde perros, cerdos y vacas hasta algunos animales que no son mamíferos, como gallinas e incluso algunos peces.
Belyaev sospechaba que a medida que esos zorros se tornasen domésticos, también empezarían a presentar algunos aspectos del fenotipo de la domesticación. Y de nuevo acertó. La selección de los zorros reproductores atendiendo solamente a sus relaciones con los humanos determinó una alteración de su aspecto físico, y no sólo de su disposición hacia la especie humana. Al cabo de apenas nueve generaciones, los investigadores observaron que las crías nacían con las orejas más blandas y caídas. También aparecieron manchas en el pelaje. Para entonces los zorros ya gemían y movían la cola como respuesta a la presencia humana, algo que nunca se había visto en zorros salvajes.
El motor de esos cambios, según Belyaev, era un grupo de genes que confería una propensión a la docilidad, un genotipo que posiblemente los zorros compartían con todas las especies susceptibles de ser domesticadas. Actualmente, en la granja de los zorros, Kukekova y Trut buscan precisamente esos genes. En otros lugares hay investigadores que estudian el ADN de cerdos, pollos, caballos y otras especies domésticas. La investigación, acelerada por los avances recientes en la secuenciación rápida del genoma, tiene por objeto responder a una pregunta fundamental, que plantea Leif Andersson, profesor de biología genómica de la Universidad de Uppsala, en Suecia: «¿Cómo es posible la enorme transformación de un animal salvaje en animal doméstico?». La respuesta nos ayudaría a comprender no sólo cómo domesticamos a los animales, sino cómo lo hicimos con nuestro propio lado salvaje.
El ejercicio de nuestro dominio sobre las plantas y los animales tal vez sea el acontecimiento más trascendental de la historia humana. Además del cultivo de plantas, la capacidad de criar animales domésticos (entre los cuales los lobos fueron seguramente los primeros, aunque las gallinas, vacas y otras especies destinadas a la alimentación fueron las más importantes) cambió la dieta humana y preparó el camino a la sedentarización y, con el tiempo, a la aparición de las primeras ciudades-estado. Al colocar a los humanos en estrecho contacto con los animales, la domesticación también creó vectores para las enfermedades que cambiaron la sociedad.
Aun así, el proceso en sí continúa siendo enigmático. Los huesos de animales y las tallas en piedra a veces pueden arrojar luz sobre el momento y el lugar en que ciertas especies empezaron a convivir con la nuestra. Más difícil es descubrir cómo sucedió. ¿Unos cuantos jabalíes curiosos se fueron acercando cada vez más a las poblaciones humanas para alimentarse de sus desechos hasta convertirse en parte de nuestra dieta? ¿Capturaban los humanos al gallo Bankiva, ancestro salvaje del pollo doméstico, o fueron las aves las que dieron el primer paso y se acercaron al hombre? De las 148 especies de grandes mamíferos que hay en el mundo, ¿por qué no hay más de 15 que han sido domesticadas? ¿Por qué domesticamos y criamos caballos desde hace miles de años, pero nunca hemos podido domesticar a las cebras?
Los científicos han tenido dificultades incluso para definir con exactitud el término domesticación. Sabemos que se puede criar un animal salvaje para que viva en contacto con el hombre. Un cachorro de tigre alimentado con biberón puede tratar a sus captores como a su familia al llegar a adulto. Pero los hijos de ese tigre nacerán tan salvajes como sus abuelos. La domesticación, en cambio, no es una cualidad adquirida por un individuo, sino una serie de rasgos desarrollados en toda una población a través de la cría selectiva, después de muchas generaciones de vivir en contacto con el ser humano. Muchos, si no todos los instintos salvajes de la especie doméstica, se han perdido. En otras palabras, la domesticación está principalmente en los genes.
Sin embargo, los límites entre «doméstico» y «salvaje» a menudo son flexibles. Un conjunto cada vez más amplio de pruebas indica que los animales domésticos debieron de desempeñar un papel destacado en su propia domesticación, y que se habituaron por sí solos a los humanos antes de que nosotros asumiéramos un papel activo en el proceso. «Mi hipótesis –dice Greger Larson, experto en genética y domesticación de la Universidad de Durham, en Gran Bretaña– es que con la mayoría de los primeros animales domesticados (primero perros, luego cerdos, ovejas y cabras), probablemente hubo un largo período de influencia no intencionada por parte de los seres humanos.» La palabra domesticación «sugiere algo que sucedió de arriba abajo –prosigue–, algo que los humanos hicieron intencionadamente. Pero un proceso más complejo resulta mucho más interesante».
La importancia del experimento de la granja de zorros en el estudio de esa complejidad es tanto más notable por el modo en que empezó. A mediados del siglo XX, bajo el régimen de Stalin, la biología propugnada por el stablishment soviético y dictada por el infame ingeniero agrónomo Trofim Lysenko vetaba la investigación de la genética mendeliana. Pero Dmitri Belyaev y su hermano mayor, Nicolái, ambos biólogos, sentían curiosidad por las posibilidades de dicha ciencia. «La influencia de su hermano lo llevó a interesarse por la genética –dice Trut de su mentor–. Pero en aquella época se consideraba una falsa ciencia.» Cuando los hermanos desafiaron la prohibición y siguieron adelante con sus estudios basados en las leyes de Mendel, Belyaev perdió su trabajo de director del Departamento de Cría de Animales para Piel. Nicolái fue deportado a un campo de trabajo, donde murió.
En secreto, Belyaev continuó dedicándose a la genética, aunque presentaba sus estudios como investigaciones sobre fisiología animal. Le intrigaba sobre todo que hubiera surgido una variedad tan amplia de perros a partir de sus antepasados lobos. Sabía que la respuesta debía buscarla en el nivel molecular. Pero incluso fuera de la Unión Soviética, en la década de 1950, la tecnología para secuenciar el genoma de cualquier animal (y de este modo tratar de averiguar cómo habían cambiado sus genes a través de la historia) era un sueño imposible. Así pues, Belyaev decidió reproducir la historia. El zorro plateado, un cánido estrechamente emparentado con los perros que nunca había sido domesticado, le pareció el objeto perfecto de estudio.
La primera misión de Lyudmila Trut como estudiante de posgrado, en 1958, fue viajar a las granjas peleteras soviéticas y seleccionar a los zorros más tranquilos para constituir la población inicial del experimento. El veto a los estudios genéticos se había levantado tras la muerte de Stalin en 1953, y Belyaev se estableció en Siberia, en el recién creado Instituto de Citología y Genética. Aun así, tuvo la precaución de encuadrar el estudio en un marco puramente fisiológico, sin mencionar siquiera los genes. Trut recuerda que cuando Nikita Jrushchov, entonces máximo dirigente de la Unión Soviética, llegó al instituto en visita de inspección, alguien le oyó decir: «¿Cómo? ¿Todavía siguen por aquí esos genetistas? ¿No habían sido aniquilados?». Pero gracias a la habilidad política del jefe de Belyaev y a los artículos favorables de la hija de Jrushchov, que era periodista, el experimento de los zorros pudo continuar discretamente.
En 1964, la cuarta generación ya empezaba a colmar las esperanzas de los investigadores. Trut todavía recuerda el momento en que vio por primera vez a un zorro mover la cola al notar que ella se acercaba. Al poco tiempo, los más mansos eran tan perrunos que saltaban a los brazos de los investigadores y les lamían la cara. A veces la mansedumbre de los animales llegaba a sorprender incluso a los investigadores. Una vez, en los años setenta, un empleado del laboratorio se llevó temporalmente a uno de los zorros a su casa como mascota. Cuando Trut fue a visitarlo, se enteró de que el hombre lo sacaba a pasear sin correa, como si fuera un perro. Ella le dijo: «No haga eso. Podríamos perderlo y es propiedad del instituto». Pero entonces él le silbó, lo llamó por su nombre, Coca, y el animal corrió a su lado.
Simultáneamente, más zorros empezaron a presentar rasgos típicos del fenotipo doméstico: orejas blandas y caídas hasta una edad más avanzada y manchas blancas en el pelaje. «A principios de los años ochenta, observamos una especie de aceleración en los cambios del aspecto exterior», explica Trut. En 1972 la investigación se había ampliado para incluir a las ratas, a continuación a los visones y (durante un breve período) a las nutrias. Éstas resultaron difíciles de criar y finalmente fueron excluidas del experimento, pero los investigadores lograron influir en el comportamiento de las otras dos especies del mismo modo que en la conducta de los zorros.
Sin embargo, justo cuando la nueva tecnología genética iba a permitir a Belyaev estudiar la conexión entre los cambios y el ADN de los animales, el proyecto entró en una época de enormes dificultades. Los años previos al desmembramiento de la Unión Soviética, los fondos destinados a programas científicos empezaron a escasear, y los investigadores pudieron hacer poco más que mantener viva la población de zorros. Cuando Belyaev murió de cáncer en 1985, Trut se hizo cargo del proyecto y siguió luchando para conseguir financiación, aunque a principios de este siglo casi se vio obligada a clausurar el experimento por falta de fondos.
Fue en torno a esa época cuando, Anna Kukekova, una bióloga de origen ruso que estaba realizando el posdoctorado en genética molecular en Cornell, leyó acerca de los problemas que ponían en peligro la supervivencia del proyecto y decidió centrar su investigación en el experimento. Con la ayuda de Gordon Lark, de la Universidad de Utah, y una beca de los Institutos Nacionales de Salud (NIH) de Estados Unidos, unió fuerzas con Trut para tratar de acabar lo que Belyaev había iniciado.
En realidad, no todos los zorros de la granja de Novosibirsk son tan amigables como Mavrik. Al otro lado del camino, delante de donde viven él y los otros zorros mansos, hay un cobertizo idéntico lleno de jaulas de malla metálica, cada una de las cuales contiene lo que los investigadores denominan «zorros agresivos». Para estudiar la biología de la mansedumbre, los científicos necesitaban crear también un grupo de animales decididamente ariscos. Por eso, como en una imagen de espejo de los zorros dóciles, las crías de la población agresiva reciben una puntuación según la hostilidad de su conducta. Sólo los más agresivos son seleccionados para producir la siguiente generación. Allí están los gemelos malos del afable Mavrik: gruñen, enseñan los dientes e intentan morder las rejas de la jaula cuando alguien se acerca.
«Quiero que se fije en esta hembra –dice Trut, mientras me señala la fiera más próxima–. Ya ve lo agresiva que es. Es hija de una madre agresiva, pero la crió una hembra mansa.» El cambio, producido porque la madre agresiva no podía amamantar a su cría, fue una afortunada casualidad que sirvió para demostrar que la respuesta de los zorros a los humanos tiene más que ver con la herencia que con la crianza. «Los cambios son genéticos», afirma Trut.
Sin embargo, la identificación de la huella genética relacionada con la domesticación está resultando ser extremadamente compleja. Primero los investigadores tienen que hallar los genes responsables de las conductas amigables y de las agresivas; pero esos rasgos generales del comportamiento son amalgamas de otros atributos más específicos, como temor, audacia, pasividad, curiosidad…, que es preciso separar, medir y relacionar con genes individuales o con conjuntos de genes que funcionan en combinación. Una vez esos genes han sido identificados, los investigadores pueden averiguar si los que influyen en el comportamiento también determinan rasgos como las orejas caídas, el pelaje manchado y otras características propias de las especies domésticas. Una de las teorías de los científicos de Novosibirsk es que los genes que guían la conducta de los animales lo hacen mediante la alteración de ciertas sustancias neuroquímicas en el cerebro. A su vez, la alteración de esas sustancias podría obrar efectos indirectos en el aspecto físico de los animales.
De momento, Kukekova prefiere centrarse en el primer paso: hallar el vínculo entre la mansedumbre y los genes. Al final de cada verano viaja a Novosibirsk para evaluar a las crías nacidas ese año. La interacción de cada científico con los cachorros se graba en vídeo, donde se registran acciones como abrir la jaula, meter una mano y tocar al animal. Kukekova revisa las cintas y aplica criterios objetivos para cuantificar las posturas, las vocalizaciones y otras conductas de los zorros. Después, todos esos datos se cruzan con los del pedigrí, es decir, la genealogía de los zorros mansos, agresivos e «híbridos» (los que tienen un progenitor de cada grupo).
A continuación, el equipo ruso-estadounidense extrae ADN a partir de muestras de sangre de cada zorro y busca diferencias pronunciadas en los genomas de los que han sido clasificados como «agresivos» o como «mansos». Un informe de los científicos recoge el hallazgo de dos regiones del genoma marcadamente divergentes en los dos tipos conductuales, que podrían contener genes relacionados con la domesticación. Todo apunta cada vez más a que la domesticación no está impulsada por un solo gen, sino por una sucesión de cambios genéticos.
Unos 4.500 kilómetros al oeste, en la ciudad alemana de Leipzig, otro laboratorio también está a punto de descubrir la base genética de la domesticación, pero en ratas. Frank Albert, del Instituto Max Planck de Antropología Evolutiva, pidió 30 descendientes de las ratas de Belyaev (15 mansas y 15 agresivas), que le remitieron de Siberia en 2004. «Hemos hallado regiones del genoma que influyen sobre la mansedumbre y la agresión –dice–, pero no sabemos cuáles son los genes que producen esas señales.» Como el grupo de Kukekova, dice que están en proceso de reducir el número de posibles candidatos.
En cuanto uno de los grupos consiga localizar al menos una de las rutas genéticas específicas implicadas, ellos u otros investigadores podrán buscar paralelismos en el genoma de otras especies domésticas. «En una situación ideal, nos gustaría definir genes específicos implicados en las conductas mansas y agresivas –dice Kukekova–. Pero incluso si los encontramos, no sabremos si son los genes de la domesticación hasta que los comparemos con los de otros animales.»
En última instancia, la investigación podría reportar el hallazgo de genes similares en la más doméstica de todas las especies: el ser humano. «Comprender lo que ha cambiado en esos animales será increíblemente revelador –dice Elaine Ostrander, del Instituto Nacional de Investigación del Genoma Humano de los NIH–. Todos esperamos con interés los resultados.»
No todos los expertos en el tema creen que los zorros plateados de Belyaev revelarán los secretos de la domesticación. Leif Andersson, que estudia la genética de los animales de granja en la Universidad de Uppsala (y elogia la contribución de Belyaev y sus colegas a ese campo de estudio), cree que la relación entre la mansedumbre y el fenotipo de la domesticación podría ser menos directa. «Si seleccionamos un rasgo, veremos cambios en otros», dice Andersson. Sin embargo, «nunca se ha demostrado que haya una relación causal».
Para comprender las diferencias entre los puntos de vista de Andersson y los investigadores de Novosibirsk, es útil tratar de imaginar cómo habrían podido desarrollarse históricamente las dos teorías. Ambas coinciden en que los animales con más probabilidades de ser domesticados son los que tienen predisposición al contacto humano. Alguna mutación o grupo de mutaciones en su ADN determinó que temieran menos al hombre y por lo tanto estuvieran más dispuestos a vivir cerca de él. Quizá se alimentaban de los desechos que producían los humanos o se beneficiaban de una inesperada protección contra los depredadores. En algún momento, los humanos vieron que podían obtener algunos beneficios de sus vecinos animales y empezaron a seleccionar a los más dóciles para utilizarlos como reproductores. «Al principio del proceso de domesticación, sólo actuaba la selección natural –dice Trut–. Con el tiempo, ésta fue sustituida por una selección artificial.»
La teoría de Andersson difiere de la de los rusos en lo que sucedió después. Si Belyaev y Trut están en lo cierto, la autoselección natural y posteriormente la selección humana de los animales menos temerosos trajo consigo otros componentes del fenotipo doméstico, como las colas curvadas o los cuerpos más pequeños. Para Andersson, esa teoría subestima el papel de los humanos en la selección de esos otros rasgos. La curiosidad y la ausencia de miedo pudieron iniciar el proceso, pero cuando los animales estuvieron bajo el control humano, también quedaron protegidos de los depredadores salvajes. Las mutaciones aleatorias productoras de rasgos físicos que en la naturaleza no habrían durado, como las manchas blancas sobre un manto oscuro, pudieron persistir, y con el tiempo prosperar porque a los humanos les gustaban. «No es que los animales se comportaran de modo diferente –dice Andersson–, sino que eran más bonitos.»
En 2009, Andersson comparó mutaciones en los genes que controlan el color del pelaje en diferentes variedades de cerdos domésticos y salvajes, y reforzó su teoría. Según explica, los resultados «demuestran que los primitivos ganaderos seleccionaban deliberadamente cerdos de color novedoso. Sus motivaciones pudieron ser tan simples como la preferencia por lo exótico o la selección de la menor capacidad de camuflaje».
En su búsqueda particular de los genes de la domesticación, Andersson estudia con detenimiento al animal doméstico más numeroso del planeta: la gallina. Su antepasado, el gallo Bankiva, vivía en libertad en los bosques de la India, Nepal y otras regiones del sur y el Sudeste Asiático. En algún momento hace unos 8.000 años, los humanos empezaron a criarlos para comérselos. El año pasado, Andersson y sus colegas compararon los genomas completos de las gallinas domésticas con los de varias poblaciones de gallo Bankiva conservadas en zoos. El equipo identificó una mutación en un gen conocido como TSHR, que sólo se encontraba en las poblaciones domésticas. De esto se puede deducir que el gen TSHR debió de desempeñar algún papel en la domesticación, y los investigadores intentan determinar qué controla exactamente la mutación del TSHR. Andersson cree que quizás obre algún efecto en los ciclos reproductivos de las aves, permitiendo tal vez a las gallinas criar con más frecuencia en cautividad que el Bankiva en libertad, un rasgo que seguramente debió de ser muy valorado por los primeros granjeros. La misma diferencia existe entre los lobos, que se reproducen una vez al año y en la misma estación, y los perros, que pueden reproducirse varias veces y en cualquier época del año.
Si la teoría de Andersson es correcta, podría tener fascinantes implicaciones para nuestra especie. Richard Wrangham, biólogo de Harvard, ha postulado que también nosotros hemos sufrido un proceso de domesticación que ha alterado nuestra biología. «Preguntarse cuál es la diferencia entre un cerdo doméstico y un jabalí, o entre un pollo de engorde y un gallo Bankiva –me dijo Andersson–, es muy parecido a plantearse dónde está la diferencia entre un humano y un chimpancé.»
El ser humano no es un simple chimpancé domesticado, pero puede que la genética de la domesticación de gallinas, perros y cerdos nos permita averiguar muchas cosas interesantes acerca de nuestra propia conducta social. Ésa es una de las razones por la que los NIH patrocinan la investigación de Kukekova en la granja de zorros. «Hay más de 14.000 genes expresados en el cerebro, y no muchos son conocidos», señala la investigadora. Identificar cuáles de esos genes guardan relación con la conducta social no es fácil; obviamente, no se pueden realizar experimentos de cría con humanos.
Pero analizar el ADN de nuestros mejores amigos puede ofrecer conclusiones interesantes. En 2009, el biólogo de la UCLA Robert Wayne dirigió un estudio en el que comparó los genomas del perro y del lobo. El hallazgo que saltó a los titulares fue que el perro no se originó a partir del lobo gris en el este de Asia, como sostenían otros investigadores, sino en Oriente Medio. Menos interés suscitó en la prensa una breve nota en la que Wayne y sus colegas anunciaban el descubrimiento de una secuencia corta de ADN, localizada cerca de un gen llamado WBSCR17, que era muy distinta en las dos especies. Esa región del genoma, decían los investigadores, podría ser una posible sede de «genes importantes para el inicio de la domesticación de los perros». En los humanos, el gen WBSCR17 es, al menos en parte, responsable de un trastorno genético muy poco frecuente llamado síndrome de Williams-Beuren, caracterizado por una apariencia élfica (de rasgos delicados), un puente nasal más corto de lo normal y un «excepcional gregarismo». Quienes lo padecen son excesivamente amistosos y confiados con los extraños.
Tras la publicación del artículo, el equipo de Wayne recibió montones de mensajes de padres de niños con Williams-Beuren. Los padres reconocían que el carácter de sus hijos recordaba al de los perros por la capacidad de interpretar el comportamiento ajeno y por la falta de barreras sociales en su conducta. Los rasgos élficos también parecían corresponder al fenotipo doméstico. Wayne es cauteloso a la hora de establecer paralelismos. Los investigadores, ha dicho, sienten «curiosidad» al respecto y esperan estudiar más a fondo la conexión.
un joven investigador de la Universidad Duke llamado Brian Hare viajó en 2003 a Novosibirsk. Hare es conocido por su trabajo de catalogación de las conductas únicas de lobos y perros, y por mostrar de qué modo los perros han desarrollado la capacidad de atender ciertas indicaciones de los humanos, como el movimiento de los ojos o el acto de señalar con un dedo. Cuando realizó pruebas similares con las crías de zorro en Siberia, observó que las desempeñaban tan bien como los cachorros de perro de la misma edad. Los resultados, aunque preliminares, sugieren que la selección contra el miedo y la agresión (lo que Hare denomina «reactividad emocional») ha creado zorros que además de ser mansos, tienen una capacidad semejante a la de los perros para interactuar con los humanos utilizando sus señales sociales.
«Los investigadores no se proponían seleccionar un zorro más listo, sino más dócil –dice Hare–. Pero acabaron produciendo zorros más listos.» Esa investigación también es importante para comprender los orígenes de la conducta social humana. «¿Estamos domesticados en el mismo sentido que los perros? No. Pero puedo decir sin temor a equivocarme que lo primero que se necesita para transformar en ser humano a nuestro antepasado simiesco es un aumento sustancial de la tolerancia entre individuos. Tuvo que haber un cambio en nuestro sistema social.»
La investigación de Hare me vino a la memoria durante mi última tarde en Novosibirsk, mientras Kukekova, mi intérprete Luda Mekertycheva y yo jugábamos con Mavrik en un corral, detrás del laboratorio y las oficinas. Lo vimos perseguir una pelota, luchar con otro zorro y después volver corriendo para que lo cogiéramos en brazos y dejáramos que nos lamiera la cara. Al cabo de una hora, Kukekova lo llevó de vuelta a los cobertizos. Mavrik pareció notar que volvía a su encierro y se puso a gemir con creciente nerviosismo. Teníamos ante nosotros a un animal biológicamente condicionado para buscar la atención humana, tanto como cualquier perro.
Lógicamente, el experimento de la granja de zorros no es más que eso: un experimento científico. Durante décadas, el proyecto se ha visto obligado a gestionar su población y a vender a granjas peleteras a los animales que no son suficientemente mansos ni agresivos. Para los científicos, decidir cuáles se quedan y cuáles se van es angustioso. Trut dice que desde hace tiempo ha delegado en otros esa tarea. «Emocionalmente es muy difícil», me dijo.
En los últimos años el instituto está intentando obtener permisos para vender como mascotas a los zorros dóciles sobrantes, tanto en Rusia como en el extranjero. No sólo sería bueno hallar un hogar para los ejemplares que el proyecto no necesita, sino que sería una forma de recaudar dinero para que prosiga la investigación. «Actualmente hacemos todo lo posible para mantener la población –dice Trut–. Pero este experimento tiene muchas más cuestiones que responder.»
En cuanto a Mavrik, Luda Mekertycheva quedó tan fascinada con el zorro de color castaño y otro de sus compañeros que decidió adoptarlos. Al cabo de unos meses se los enviaron a su dacha de las afueras de Moscú. Poco después me envió un correo electrónico: «Mavrik y Peter se me suben a la espalda cuando me arrodillo para darles de comer, se sientan cuando los acaricio, y toman las vitaminas de mi mano –me escribió–. Los quiero mucho».
Por Evan Ratliff, Octubre de 2011, en National Geographic