Existen muchos mitos sobre la relación que existe entre los perros y
nosotros, sus compañeros humanos. Quizá el más perjudicial de todos es
aquel que asume que los perros domésticos tratan de dominarnos y
colocarse en lo más alto de la posición social de la familia si no
sabemos detenerlos. El problema radica en que interpretamos su ansiedad
como un deseo de controlarnos.
Programas de televisión y educadores caninos sin gran conocimiento
incrustaron aún más esta idea en la mente colectiva. Desafortunadamente,
este enfoque impulsa a muchas personas a ejercer una dominancia
preventiva e imponer reglas de manera brusca. De hecho, algunos
educadores de perros instan a sus dueños a imponerse como verdaderos
macarras (confieso haberlo sido yo mismo alguna vez en el pasado con
Lupo, mi gran aliado durante los últimos años).
La postura proviene de una clasificación de la jerarquía de los lobos
como estrictamente lineal, en la que existe una constante batalla entre
los miembros de la manada por ser el alfa. Tampoco es cierta la
etiqueta. Su estructura social es mucho más compleja, llena de matices y
excepciones.
El experto en el comportamiento de los lobos David Mech cree que
debemos ver esta especie como vemos a las familias humanas criando a sus
niños. Un macho y una hembra poseen descendencia de primera generación
el primer año y luego una segunda el año siguiente. La pareja
reproductora es la que “manda” y los hermanos mayores poseen más
influencia. Es decir, muy similar a lo que ocurre en nuestras casas de Homo sapiens modernos.
También es exagerada la imagen de la manada de lobos constantemente
peleando entre ellos por conseguir ser el jefe. La verdad es que nunca
se llegan a infligirse heridas. Todo se realiza mediante el lenguaje
corporal: gestos, posturas de sumisión y rituales. No hay violencia
real.
Los perros descienden de los lobos, correcto, pero son muy diferentes
porque han desarrollado otros comportamientos en los últimos
25.000-30.000 años. Su sendero evolutivo, condicionado por la
convivencia con nosotros, los ha socializado y convertido en seres más
confiados, menos rígidos. Aún así, la idea de mantener a los perros bajo
un estricto control permanece en la mente de ciertas personas.
Los lobos se unen en manadas porque aumentan sus posibilidades de
supervivencia, pero los perros no. De hecho, las manadas de perros
salvajes africanos o asilvestrados no poseen los mismos patrones de
conducta que los lobos. Son asociaciones en las que los perros van y
vienen a voluntad propia. Las jerarquías son flexibles y no parece haber
alfas como sí poseen en sus hermanos lobos. Estos últimos cooperan de
manera muy estrecha para cazar, defender el territorio o criar a la
descendencia. Son grupos más cohesionados porque afrontan retos que
nuestros perros domésticos no. El contexto del lobo requiere de una
sociedad más estructurada.
Pero es que ni siquiera estamos seguros de que el macho alfa coma
primero en las manadas de lobos. A veces se ha observado que si la
comida escasea son los cachorros quienes tienen prioridad. Si por el
contrario es grande, comen todos a la vez.
Una definición de dominancia por la que apostamos algunos etólogos es
“la habilidad de un sujeto para monopolizar o regular el acceso a
diversos recursos”. Un ejemplo clásico es el cabreo que algunos perros
se agarran cuando te acercas a su plato de comer y gruñen. En efecto,
están tratando de controlar un recurso que siente suyo, pero no guarda
relación directa con la jerarquía. Es absurdo pensar que intentan
dominarte o ser tu líder. Es solo la consecuencia de la ansiedad y
desconfianza que les produce el comportamiento que una persona u otro
perro muestran hacia él y que no saben descifrar.
Otra causa común y compatible con la anterior es la ausencia de
socialización. Si el cachorro es privado de la experiencia social con
sus hermanos porque es destetado antes de tiempo o abandonado, entonces
no saben comportarse en grupo y el miedo les lleva a mostrarse
agresivos. A Lupo le costó muchos meses aprender a comportarse en
presencia de otros seres vivos y controlarse. Cuando jugaba, mordía los
tobillos y eso hacía que ni los perros ni los humanos quisieran
interaccionar con él. El problema viene si castigamos esta agresividad
con violencia física porque frustra y confunde al animal aún más.
No existe una formula para todos los perros, como tampoco la hay para
todos los tipos de humanos. Pero es más sabio interpretar las
relaciones con los perros como entendemos las que tenemos con otros
humanos: en términos de alianzas.
Es más útil pensar que se trata de asociación libre entre dos seres
que estrechan lazos entre sí y van adaptándose a medida que pasa el
tiempo a base de conocimiento mutuo. Las reglas importan, y al igual que
puede ocurrir con nuestros hijos e hijas, deben ser conocidas por todos
los miembros del grupo para que la cooperación sea posible a largo
plazo.
El perro no debe elegir por ti dónde dormir como tampoco uno debe
fastidiarle tirándole de la cola o cogiéndolo en brazos si no le gusta.
Un día subiendo en el ascensor quise coger en brazos a mi aliado Lupo
para tocarle las narices aún sabiendo que no le hace ninguna gracia. Me
marcó con cuatro mordiscos en la cara en apenas medio segundo. Dolió
pero hubo autocontrol en su respuesta porque al día siguiente no tenía
ni rastro de su “ataque”. Fue su manera de decirme no, una vez más.
Es normal que cada miembro de un colectivo exija que se respeten
algunas reglas. Pero eso no significa que yo le posea ni sea su “amo”.
En el juego, la socialización y el conocimiento de su lenguaje no verbal
está la solución a estos malentendidos entre especies.
Escrito por Pablo Herreros en El Mundo