 
El embalse es Santillana; el río que lo alimenta el Manzanares, que 
fluye desde el macizo granítico de La Pedriza. El lugar está en las 
estribaciones del Guadarrama, en Madrid. El  mar no puede estar más 
lejos. Y, sin embargo, un  griterío con resonancias costeras rellena 
cada tarde la inmensidad de este espacio vacío. 
Decenas de miles de gaviotas, reidoras y sombrías, se concentran en 
estas aguas para pasar los meses de otoño e invierno. La comida que 
desecha cada día una ciudad como Madrid es un reclamo demasiado poderoso
 al que las gaviotas acuden siguiendo el curso de los ríos. Una vez 
aquí, cada día siguen la misma rutina: después de comer abandonan la 
fealdad de los basureros, situados al sur de la ciudad, para descansar 
en las aguas limpias de la sierra.  
Las orillas abiertas del embalse son, además, la mejor barrera de 
protección contra cualquier intruso. Pero aún así, a veces, algo les 
asusta. Gregarias por naturaleza, basta con que una recele para que la 
alarma se propague a toda la bandada. Y el griterío de mil aves 
asustadas sube de escala. 
Cuando empieza a caer la tarde, a virar la luz hacia los tonos 
rojizos, toda la lámina del embalse rebosa de aves; las gaviotas 
comparten aguas con somormujos lavancos, fochas y patos azulones. Por el
 fango de la orilla chapotean archibebes comunes y garzas reales. Y en 
los prados ribereños se escuchan los reclamos, suaves crujidos, de las 
agachadizas y revuelan los bandos de fringílidos. Cualquier tarde de 
estas llegarán las primeras grullas. 
 
Y todo bajo los imponentes paredones del risco del Yelmo, de los 
muros del castillo de Manzanares el Real. Tan lejos que el mar no se 
puede concebir.
Escrito por Carlos Hita en El Mundo