No era muy silencioso, todo hay que decirlo, ése era su principal 
defecto; la mayoría del tiempo ni lo sentías, pero de vez en cuando, 
poseído por una fuerza interior descomunal, arremetía gritando. Y luego 
estaban esos efluvios que dejaba a su paso. Y con ellos, las moscas. 
A
 pesar de todo, era un amigo, y siempre que me veía se acercaba a 
saludar. De hecho, una de las cosas que más me gustaban de Evgiros, mi 
pueblo griego, era su presencia; hoy aquí, mañana allí; siempre sabiendo
 que estaba.
El caso es que las tardes estaban siendo aburridas 
por su ausencia, y el pesado murmullo de las palomas durante el día y el
 "uhu" de las lechuzas durante la noche quedaban sosos y sin gracia, sin
 la sorpresa de su vozarrón ocasional. No llegaba a comprender por qué 
se había ido del pueblo.
- Es que protestaban los vecinos.
- ¿No me diga?
¿Por
 qué protestarían? ¿Qué tenían contra él? ¿Es que la gente no sabe 
apreciar a los individuos genuinos? Al final, todos acabaremos 
pareciéndonos a los demás para no destacar.
Estaba ya jubilado, 
atrás quedaron días de duro trabajo, había cumplido y ahora, tranquilo, 
como tenía bien merecido, caminaba entre la hierba con parsimonia;  no 
era raro ver asomar su cabezota rodeada de margaritas. Se le veía feliz;
  te hacía feliz el verle.
¿Que si era terco? Pues claro ¿Y quién 
no, en su situación? Tenía las cosas claras, y cuando decía "no" era que
 no; ninguna fuerza humana o sobrenatural le hacía cambiar de opinión. 
Daba un poco de envidia su determinación, sin ambages y sin dudas.
- Yo ya estoy mayor, y no podía seguir saliendo por el campo con él.
- Y él solo, ¿no podía?
- No.
Otros
 decían que era tonto. ¡Qué necios, ellos! Necia la gente que no sabe 
diferenciar la noble  humildad de la idiotez. ¿No tienen ni idea de que 
los sabios suelen ser discretos y no se pavonean nunca de sus 
conocimientos? "Solo sé que nada sé", le oí decir alguna vez, entre 
murmullos.
- Un día pasó un chaval y se lo regalé.
- ¿De verdad?
- Es como si lo hubiera casado. 
Yo no le veía la gracia, pero ella estalló en carcajadas.
- ¿Y no lo echa de menos?
- ¿Tú sí?
- Yo sí.
Algunos
 añadieron, más tarde, que podría representar un peligro para los niños.
 Siempre los niños. ¡Dichosos niños! Más dichosos los que en su día 
pudieron jugar con él. Esos niños protegidos que al final no saben que 
las naranjas crecen en un árbol y que los pollos corren y picotean 
cochinadas.
Subo la cuesta y todavía espero encontrarle; pero nada, nada de nada. Donde a veces se tumbaba, ahora ha crecido una planta enigmática.
 Planta surgida de alguna semilla que él previamente habría rumiado y 
pasado por su panza, para después dejarla caer frente a mi casa. 
No
 soporto este desdichado progreso, y me consuelo pensando que ese 
rebuzno lejano que oigo es el suyo, que todavía vive en algún lado. 
Aunque creo que él, muy particular como siempre, lo hacía partiendo de 
sol sostenido. Debe ser otro.
La primera vez que llegué a la 
vecina Ítaca olía a burro cinco millas antes de entrar al puerto de 
Vathi. Al atardecer, con la caída del sol, con la llegada del descanso, 
el pueblo se convertía en auditorio de una sinfonía coral rezongona. Se 
entonaba un himno burril a varias voces, surgidas desde todos los 
rincones de las montañas.
Hi...hooooo. Hiii...hooo
El 
estruendo era mayúsculo, y todos sabíamos que era el momento de una 
cerveza en la taberna. Una media hora duraba el concierto y después... 
el merecido silencio.
Hace años que no se oye un burro en Ítaca. El silencio es atroz.