Puppy lleva dos horas, por capricho de su dueña, haciendo 
cola en el frío invernal de Madrid. Pero no importa, porque es un perro 
con abrigo y botas. Cerca, Ceilán empieza a agitarse por la 
espera; él no tiene abrigo, pero se ovilla como buen gato en el abrigo 
del humano que lo sostiene y espera a que pase el trago. Lo mismo que Perú,
 un loro con vocabulario pero sin idea de qué hace en la calle a esas 
horas. Son tres de las decenas de animales que se apiñan este sábado 
ante la Iglesia de San Antón de Madrid, a la espera de la bendición del 
patrón de los animales.
A unos pocos kilómetros de allí, en el Centro de Protección de Animales (CPA) de la capital, otros tantos animales aguardan una bendición muy diferente: la de ser adoptados. Son Montaña, una simpática dálmata que llegó con una leve cojera después de un atropello; o Gelito, un grandullón de seis meses que fue encontrado en Hortaleza; o Suco,
 entrenado para encontrar chinches, listo y cariñoso, pero tan nervioso 
que ha entrado y salido varias veces del centro, de las manos de 
adoptantes cansados de su hiperactividad. 

 
Son perros, gatos, patos, caballos, cerdos, incluso un poni que llegó
 “fino, fino y ahora está como una mesa camilla”, cuenta Sofía Ochoa, 
responsable de Participación Ciudadana del centro. Más de 6.000 pasan al
 año por estas instalaciones, que ahora se encuentran al 130% de 
ocupación. Algunos las abandonan en unos pocos días; otros pasan años 
aquí. El tiempo les cae encima y miran cada vez con más tristeza. Pero 
la mayoría sigue alborotándose cuando ve pasar un chaleco naranja: el 
que llevan los voluntarios, casi 200 a lo largo de 2016, que se encargan
 de darles cariño, de pasearlos y jugar con ellos. Los sacan durante un 
rato de ese espacio en el que hay comida, agua y calefacción, pero que 
no deja de ser una jaula.

 
Ha sido idea de Voluntarios por Madrid celebrar
 unas jornadas de puertas abiertas en el Centro con motivo de las 
fiestas de San Antón, los días 14 y 15 de enero. ¿Una manera de crear 
conciencia? “Sobre todo, una manera de darnos a conocer”, explica Ochoa.
 “Llevamos once años abiertos y mucha gente, incluso dentro del propio 
Ayuntamiento, no sabe que existimos y lo que hacemos aquí”. 
Son un equipo de cuarenta personas, incluidos nueve veterinarios, y 
lo que hacen es, visto de cerca, un esfuerzo titánico. Por mejorar la 
vida de los animales que quedan a su cargo; por encontrarles un hogar
 e impedir que el encierro los consuma. Todos pensamos en el perrito 
comprado como juguete del que la familia acaba cansándose. Y eso ocurre,
 pero las cosas son mucho más complicadas. Al CPA, además de 
abandonados, llegan mascotas perdidas, animales decomisados por la 
Policía y otros que han quedado en situación de desamparo. “Una mujer 
mayor que se cae en la calle; el animal de un detenido, personas con 
síndrome de Diógenes”... 

 
“Durante estos años”, relata Ochoa, “las 
circunstancias por las que los animales llegaban aquí eran un fiel 
reflejo de la crisis económica. Inmigrantes que volvían a sus países y 
tenían que desprenderse de su mascota, jóvenes españoles que emigraban o
 que se habían independizado pero se veían obligados a volver a casa de 
los padres, familias desahuciadas para las que la mascota se convertía 
en la menor de las preocupaciones”. Ese tipo de casos ha descendido, 
reconoce la responsable del centro mientras muestra las instalaciones y 
presenta a algunos de sus habitantes, “pero las previsiones, para 
nosotros, son un poco negras”.

 
La razón es la nueva Ley de Protección Animal,
 que recoge la política de Eutanasia Cero. Sofía Ochoa lo lamenta: 
“Supongo que es una cuestión de filosofía de vida, pero creo que se va a
 condenar a muchos animales a una cadena perpetua. Es muy duro, porque 
intentamos tenerlos en las mejores condiciones posibles, pero no dejan 
de estar aquí. Ves que lo pasan mal, ves cómo se deterioran 
psicológicamente. Y ves que no saldrán ya nunca”. 

 
Pero queda la esperanza de que ése no sea el final de la historia de los perros Mulán, Cocó y Viola, de los gatos Boo y Pimiento, del conejo Candanchú,
 del caballo blanco que ha vivido meses atado a un palo por un dueño que
 lo recibió como regalo indeseado. “La mayor parte de las veces, cuando 
nos preguntáis por la historia de uno de ellos, nos la tendríamos que 
inventar. Casi siempre, lo único que sabemos es dónde se encontró y cómo
 estaba. Cuando llegan aquí no nos cuentan su vida”. Pero basta un poco 
de cariño, casi siempre, para que dejen atrás el pasado en saltos y 
lametones de alegría.