San
Antón, o San Antonio Abad, fue un antiquísimo ermitaño, cuya fiesta fue
a mediados de enero, que fascino extraordinariamente a la última edad
media, y se pintaba siempre rodeado de animales más o menos infernales
que significaban las tentaciones con las que fue probado, porque en ese
tiempo se simbolizaba lo demoniaco en animales de pesadilla y terror,
construidos por la imaginación a partir del fiero o repugnante aspecto
de algunas de las bestias o gusarapos y removillas. Pero, en esa misma
Edad Media, Francisco de Asís, ya había convencido a un lobo y hablaba
con los pájaros de manera aún más sencilla que con los humanos, y las
gentes acabaron por tomar también a Antón como alguien que a los
animales mostraba querencia y especiales cuidados y a relacionarle en
particular con los animales domésticos. Y eso ganaron estos en cuanto a
su trato, aunque todavía han pervivido mucho tiempo costumbres bárbaras
de descabezamiento de gallos o despeñamiento de otros dulces animales
como pura diversión. Pero, de todos modos, hace siglos que las gentes
civilizadas han tratado humanamente a los animales.
Para la
mentalidad de «parque temático» que parece predominar en estos momentos,
las escenas de bendición de los animales domésticos ese día de San
Antonio Abad resultan algo así como estampas de folklore que sobreviven
entre gentes atrasadas, el oscuro rostro de «la España profunda», que
dicen los más listos. Pero es indudable que a esa antigua costumbre
están asociadas las puntas del alma de muchos seres humanos para quienes
su gato o su perro son las únicas compañías de su vida, o el asno y el
cerdo todo su sostén económico. Y no parece éste un asunto como para
mancharlo con burlas o banalizarlo, a menos que se posea la pasión de
destruir la alegría de vivir de las gentes.
Por lo menos
aparece muy clara la civilizada imagen de quien cuida sus animales y los
hace bendecir, que resulta bastante distinta, por cierto, de la otra
imagen de quienes deciden la explotación animal industrial sin muchos
escrúpulos y ahí parecen experimentar lo que luego puede hacerse con los
seres humanos también organizados como una granja productiva. No había
granjas tecno-científicas ni de animales ni de hombres en los tiempos
pasados, aunque en ellos tampoco era idílico el mundo, que nunca lo ha
sido; pero, al menos, no se mostraba ningún interés especial, como
sucedió después, en arrebatar a hombres y animales la alegría de vivir.
Y no para otra cosa que para expresar y mantener esta alegría del vivir
de todo viviente estaban los símbolos, y realidades de la naturaleza
misma como el luminoso enero que desembocaba días después en una fiesta
de luces y, en algunos lugares también, con la ofrenda de esos animales
domésticos, o de sus productos.
La fiesta llevaba el nombre de
«Las Candelas», que era la fiesta antigua de la «Amburbale», en la
vieja Roma, porque a las candelas se las suponía un poder simbólico de
purificación de la ciudad y de expulsión de los poderes de las
tinieblas, que, por lo demás, ahí siguen, desde luego; y cada vez más en
lo oscuro y en más inextricables laberintos, que ni los potentes focos
de hoy pueden alumbrar.
Más tarde, aquella fiesta de primeros
de febrero se convirtió en una fiesta cristiana, y también y de manera
esencial, en un símbolo más de la Luz que había venido al mundo, y se
celebraba con una larga procesión de túnicas blancas, y luego de color
púrpura, que levantaban alegría en los adentros como siempre lo ha hecho
el blancor.
En torno de la fiesta, se originaron costumbres
que han llegado hasta nosotros, y, entre éstas, la preparación de unos
dulces, que llevaban el nombre de las hojas leves de los árboles o de
los libros, y eran un manjar muy delicado, casi dulzura y aire
solamente. Así que ahí desemboca enero que suele ser muy frío, pero con
las noches ya algo menguantes, y días esplendorosos.
Escrito por José Jiménez Lozano en La Razón